martes, 13 de diciembre de 2011

Tiempos mejores.



Contemplaba con cierta curiosidad el horizonte de mi mente. Recostada en el asiento del copiloto de la furgoneta y con unas gafas antiguas y enormes puestas, escuchaba de fondo “Whatever” de Oasis. Soñaba despierta que danzaba entre una especie de espirales de humo de colores psicodélicos e hipnotizantes. Las gamas de colores variados iban enrredandose en mis caderas, los gemelos, acariciándome las muñecas y haciéndome cosquillas en la espalda. La ventana trasera estaba abierta, dejando entrar el aire y colándose éste entre las finas láminas de metal colgadas en el techo de la furgoneta, junto a las bolas y plumas de colores de las decenas de atrapasueños. El sonido del chocar de los metales me envolvía a la vez que la música. Estaba llegando al trance, casi creía que podía levitar. Mi pelo seguía las ondas que formaba el viento , esparciendo mi perfume por todo el auto. Él sin embargo luchaba por estar más atento a la carretera que a mis piernas, que reposaban sobre el salpicadero. Desperté de aquel extraño estado y le miré. Subió lentamente la mirada hasta mis ojos, lamiéndome con ella de abajo a arriba. Me dedicó una sonrisa pícara, la cual me dio un enorme vuelco al corazón. Me lo hubiera comido a besos de no ser porque nos jugaríamos la vida si lo hacía. Le devolví la sonrisa y volvió la vista a la carretera. Me acerqué a su oído y le mordí la oreja. Se estremeció. Dejé escapar una sonrisilla traviesa y puse la música a toda pastilla. Bajé el asiento hacia atrás, de forma que pudiera pasarme a los asientos traseros. Me recosté sobre el montón de cojines con borlones de lana y fundas sedosas. Aquello era el cielo. Me sentía como un bebé en su cuna, observando formas luminosas en el techo a punto de dormirse. Pero ¿qué diablos? Yo no tenía ganas de dormir precisamente. Me arrodillé a mirar por el cristal de atrás todo el recorrido. Las playas cristalinas de California quedaban atrás. El cielo estaba limpio y azul, repleto de risueñas cometas danzantes. Saqué la cabeza por la ventanilla y grité, grité como nunca. Éramos jóvenes. Éramos libres. Y nos sentíamos como los reyes del mundo. Tenía todo lo que necesitaba para ser feliz: a él y al mundo en nuestras manos. Aquellos fueron otros tiempos. Aquellos fueron los mejores años de mi vida.

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