martes, 13 de diciembre de 2011

Siempre estarás tú.


Siempre estarás tú. En cualquier parte. En mí. En mi clavícula derecha. Acunándome en tu regazo. Siempre estarás tú. En el lado paralelo de mis ideas. De mis inquietudes. De mis más ansiados deseos. Siempre estarás tú. Ahí, en mi mundo perfecto. Flotando en mi mente, inevitablemente, entre sopas de letras y galletas de chocolate. Entre teteras parlantes y toboganes de regaliz dulce. Donde las casas, los hogares de la gente, son interesantes libros bocabajo. Donde los miedos y el dolor se esconden en un bolígrafo y un papel. Donde se respira música y no hay sangre en nuestras venas, solo creatividad. Donde la tierra esconde en cada metro cuadrado un secreto enterrado. Quizás tímido, quizás marchito. Donde siempre podremos ir haciendo el pino si nuestra perspectiva de vida común nos parece demasiado aburrida. La sangre no se nos subiría a la cabeza sino que las buenas ideas nos llegarían antes.

Estoy aquí. Y tú allí. Y aquí. Siempre. Con una palabra de amor en los labios que brota para que el día sepa más dulce. Para ahuyentar las lágrimas y atraer los buenos momentos. A tu lado.

A tu lado me siento segura, en la fortaleza de tus brazos, en la melancolía de cada pestañeo, en las curvas de tu sonrisa.
Acúname. No quiero vivir, no quiero sentir si no es a tu lado. No quiero probar otro elixir que no sea el que me ofrecen tus labios.

Tiempos mejores.



Contemplaba con cierta curiosidad el horizonte de mi mente. Recostada en el asiento del copiloto de la furgoneta y con unas gafas antiguas y enormes puestas, escuchaba de fondo “Whatever” de Oasis. Soñaba despierta que danzaba entre una especie de espirales de humo de colores psicodélicos e hipnotizantes. Las gamas de colores variados iban enrredandose en mis caderas, los gemelos, acariciándome las muñecas y haciéndome cosquillas en la espalda. La ventana trasera estaba abierta, dejando entrar el aire y colándose éste entre las finas láminas de metal colgadas en el techo de la furgoneta, junto a las bolas y plumas de colores de las decenas de atrapasueños. El sonido del chocar de los metales me envolvía a la vez que la música. Estaba llegando al trance, casi creía que podía levitar. Mi pelo seguía las ondas que formaba el viento , esparciendo mi perfume por todo el auto. Él sin embargo luchaba por estar más atento a la carretera que a mis piernas, que reposaban sobre el salpicadero. Desperté de aquel extraño estado y le miré. Subió lentamente la mirada hasta mis ojos, lamiéndome con ella de abajo a arriba. Me dedicó una sonrisa pícara, la cual me dio un enorme vuelco al corazón. Me lo hubiera comido a besos de no ser porque nos jugaríamos la vida si lo hacía. Le devolví la sonrisa y volvió la vista a la carretera. Me acerqué a su oído y le mordí la oreja. Se estremeció. Dejé escapar una sonrisilla traviesa y puse la música a toda pastilla. Bajé el asiento hacia atrás, de forma que pudiera pasarme a los asientos traseros. Me recosté sobre el montón de cojines con borlones de lana y fundas sedosas. Aquello era el cielo. Me sentía como un bebé en su cuna, observando formas luminosas en el techo a punto de dormirse. Pero ¿qué diablos? Yo no tenía ganas de dormir precisamente. Me arrodillé a mirar por el cristal de atrás todo el recorrido. Las playas cristalinas de California quedaban atrás. El cielo estaba limpio y azul, repleto de risueñas cometas danzantes. Saqué la cabeza por la ventanilla y grité, grité como nunca. Éramos jóvenes. Éramos libres. Y nos sentíamos como los reyes del mundo. Tenía todo lo que necesitaba para ser feliz: a él y al mundo en nuestras manos. Aquellos fueron otros tiempos. Aquellos fueron los mejores años de mi vida.