domingo, 23 de marzo de 2014

Maldades anecdóticas.



"Lo que más le ponía en este mundo era hacerme llorar.
No miento, la masculinidad se le subía a la garganta como un pavo real extiende sus plumas con orgullo.

Su gran hobbie era acorralarme en el lugar más inseguro, menos disimulado y rodeado de gente (si ésta cobraba gran importancia en mi vida, el juego adquiría mayor diversión; ya sabes, ese tipo de personas a las que decepcionas una vez y lo haces para el resto de tu vida) que encontraba.
Y créeme, sabía encontrar ese tipo de situaciones con una rapidez, soltura de improvisación y regularidad suficiente como para mantener mi corazón de polluelo taquicárdico en un hilo de vida.

Y lo peor era lo mucho que le divertía.
Y mis labios jamás supieron negarse a él.

La gravedad de las situaciones se mantenían en la misma línea casi siempre: mientras me hablaban desde la habitación contigua con las puertas totalmente abiertas, en la cocina, justo en el hueco que desde la ventana de la terraza no alcanzaba a la vista de algún familiar, en el rellano de casa o en la despensa, acorralándome cuando mi madre me mandaba a por más pan.

El proceso siempre era el mismo: acercaba su cara mucho a la mía, pero sin besarme (siempre se reservaba esto para el final, si es que había sido buena) y me miraba de una forma que solo podía significar "aquí y ahora".

No negaré haber intentado rechistar inúltimente, pero no fueron pocas las veces que me soltó una ligera bofetada o, incluso me cogía del cuello y me gruñia "calladita estás más guapa".

Después de eso ya no me atrevía a musitar palabra; ladeaba la cabeza con mirada severa, como advirtiéndome y yo acababa por rendirme, como un gatillo asustado, por lo cual ya se ahorraba todo el proceso anterior.

El resto venía solo: se tomaba su tiempo para desabrocharme el botón de los pantalones y bajarme la cremallera (cuando llevaba falta o vestido se le iban las manos, no podía ocultar su lado más depravado), como para hacerme la boca agua antes del postre. A continuación hundía una de sus expertas manos bajo mi ropa interior y una vez que me tenía, hacía su magia. A los pocos segundos obtenía lo que quería: sus dedos mojados, el pánico en mi rostro y la culpabilidad en mis ojos.

Pero sobre todo no consentía que emitiera sonido alguno, aunque tuviera que taparme la boca con la otra mano y acabara mordiéndole, por el fuerte viaje que me estaba llevando... hasta el final.

La garganta se me cerraba, las rodillas se me encogían y de mis inocentes ojos caían dos espesas lágrimas que suplicaban clemencia. Y ahí encontraba su victoria, en mis lágrimas. Le gustaba sentir que tenía el control, sentir que era suya completamente, sin ni siquiera hacérmelo. 

Lo disfrutaba como nunca. Y se notaba. 
Y lo peor es que a mí también.
Yo me dejaba maltratar, me sentía su mascota.
Y me perdía serlo. Me volvía loca.