miércoles, 12 de diciembre de 2012

Tres líneas bajo la piel.

La piel dejaba paso a los escritos.
Y era de tal forma porque así lo escondía.
Se había tragado tanto sus palabras que de su saliva había pasado a su garganta, de su garganta
a su estómago y allí, en aquel botijo desgastado las había digerido como buenamente pudo.
No fue tarea fácil, teniendo en cuenta que cada esfuerzo para desmenuzar una sola letra acababa con sus ganas de vivir.

Al final, las lágrimas pudieron más que sus jugos gástricos, y terminó alimentándose de ellas.
Las evadió de su mente, para vomitarlas a través de esa lengua viperina, pero no pudo.

Nunca antes una señorita había sido tan malhablada, tan rastrera, tan capaz y a la vez tan sincera.
No podía permitirse el lujo de decirle a la cara que le había hecho daño. Que lo había conseguido.
Sólo una maldita vez.
Es por eso que las cartas cesaron, y aunque ella siempre supuso que no él no las echó en falta, no fue así. Pero qué mas dará el papel, cuando los escritos quedaron bajo la piel.
¿Verdad?
Incluso el estómago repudió la crueldad de aquellas palabras, fue tal el desagrado, tal el rechazo, que del viejo botijo pasó a la sangré y con ellas, tan rastreras, tan sucias y a la vez, tan llenas de tanto sentimiento muerto, más de una noche acabó envenenada.
Me dijo una vez que el mar le ayudaba a olvidar, y era tal su afán por librarse de aquellas tres líneas, deseaba tanto desintoxicar sus venas,que bajo aquel atardecer me contó, que si hubiera tenido valor, se las hubiera rajado allí mismo.
En aquel baño. Nada nuevo.
Y de tanto andar por aquellas playas, de tanto querer olvidar y no saber, acabó transpirando el veneno y cada letra quedó encerrada entre piel y columna, entre clavícula y costilla, entre pecho y espalda.
Y fue así, cómo una noche, tras un largo baño en el manto salado, una medusa pareció picarle a posta en el hombro.
Y cuando llegó a casa y se dispuso una vez más a intentar dormir, fue tal el dolor de la picadura, tal la molestia y tal el picor que no pudo parar de rascar y rascar, tanto que un pequeño trozo de piel se arrancó y al ver tal herida, se percató de que había algo bajo ella. Una letra.
Irónica fue la decisión que tuvo que tomar, arrancarse la piel a tiras o no.
No quiso hacerse daño y volvió a la cama.
Pero la herida perduraba y la enigmática “v” seguía ahí, resquebrajándole la espalda, la piel y las mismísimas entrañas.
La desesperación pudo al miedo y lo hizo.
No fue tan duro, no fue tan intenso el dolor, comparado con el sufrimiento moral, con el puñal certero, con el silencio coaccionado.
Tiró y tiró, hasta quedarse sin aliento, hasta que no pudo leer más, hasta que se ahogó en llanto.
Porque así fue y así acabó. La última carta, La única esperanza de reencuentro.
“Tú tan joven y tu mar tan bravo, yo tan viejo y mi corazón tan encadenado.
Ni una sola carta más.
Se acabó, no podemos permitírnoslo.”